Como pueden notar la indiferencia juega para ambos,
oficialistas u opositores, pero en especial juega a favor de quienes detentan
el poder, en este caso a favor de Gobierno; por ello la estrategia del
oficialismo de enmarañar las elecciones, la campaña electoral, el ánimo de los
votantes, no tiene otro fin que provocar indiferencia en los ciudadanos, por
ello una estrategia de la oposición debe ser desenmascarar esos intentos de
enmarañar, complicar u oscurecer todo el proceso que va desde la campaña a las primarias
(oposición) hasta el acto electoral en sí.
Odio a los indiferentes. Creo, como Federico Hebbel que
“vivir significa ser partisano”. No pueden existir quienes sean solamente
hombres, extraños a la ciudad. Quien vive verdaderamente no puede no ser
ciudadano y tomar partido. La indiferencia es abulia, parasitismo, y cobardía,
no es vida. Por eso odio a los indiferentes.
La indiferencia es el peso muerto de la historia. Es la bola
de plomo para el innovador, es la materia inerte en el que se ahogan a menudo
los entusiasmos más brillantes, es el foso que circunda la vieja ciudad y la
defiende mejor que las murallas más altas, mejor que los pechos de sus
guerreros, porque engulle con sus gargueros barrosos a los asaltantes, los
diezma, los desanima y en cualquier momento los hace desistir de la heroica
empresa.
La indiferencia obra en la historia poderosamente. Lo hace
de un modo pasivo, pero opera. Es la fatalidad; es aquello con lo que no se
puede contar; es lo que desbarata los programas, desvirtúa los planes mejores
construidos; es la materia bruta que se revela contra la inteligencia y la
asfixia. Aquello que sucede, el mal que se abate sobre todos, el posible bien
que un acto heroico (del valor universal) puede acarrear, no se debe tanto a la
iniciativa de los pocos que actúan, sino a la indiferencia, al ausentismo de
los muchos.
Aquello que ocurre, no ocurre tanto porque algunos quieren
que suceda, sino porque la masa de hombres abdica de su voluntad, deja hacer,
permite entrelazarse a los nudos que sólo la espada puede cortar, deja
promulgar las leyes que solo la revuelta podrá abrogar, facilita el acceso al
poder a hombres que luego sólo un motín podrá derrocar.
La fatalidad que parece dominar la historia no es otra cosa
que la apariencia ilusoria producida por esta indiferencia, este ausentismo.
A partir de los hechos concebidos en las sombras, pocas
manos no sometidas a ningún control, hilan la tela de la vida colectiva, y la
masa permanece ignorante, porque no se preocupa. Los destinos de una época son
manipulados según la visión estrecha, los objetivos inmediatos, la ambición y
pasión personal de pequeños grupos activos; y la masa permanece ignorante
porque no se preocupan. Pero los hechos que han ido madurando finalmente
suceden; la tela hilada en las sombras se completa: y entonces aparenta ser la
fatalidad la que arrolla a todo y a todos, parece que la historia no es sino
una enorme catástrofe natural, una erupción, un terremoto, del cual todos
resultan víctimas, quién ha querido y quién no, quién sabia y quién no sabía,
el activo y el indiferente. Y éste último se irrita, querría sustraerse a las
consecuencias, quisiera que apareciese claro que él no ha querido, que no es
responsable. Algunos llorisquean piadosamente, otros profieren obscenidades,
pero ninguno o muchos pocos se preguntan: ¿Si hubiese también yo cumplido mi
deber, si hubiese procurado hacer valer mi voluntad, mi opinión, hubiera
acontecido lo que sucedió? Pero muy pocos, o ninguno se echa la culpa por su
propia indiferencia, su escepticismo, de no haber ofrecido su abrazo y su
actividad a ese grupo de ciudadanos que combatían por evitar el mal que
ocurrió, que se proponían el bien que no se realizó.
Los más de ellos, en cambio, ante los hechos consumados,
prefieren hablar de ideas fallidas, de programas definitivamente fracasados y
de otras ocurrencias similares. Recomienzan así con la elusión de toda
responsabilidad. Y no se trata de que no vean claras las cosas, ni de que no
sean capaces de concebir excelentes soluciones para los problemas más urgentes,
o de aquellos que, requiriendo amplia preparación y tiempo son no obstante
igual de urgentes. Pero estas soluciones resultan tan bellas como infecundas,
esta contribución a la vida colectiva no es animada por ningún impulso moral;
es producto de la curiosidad intelectual, no del fuerte sentido de
responsabilidad histórica que exige a todos ser activos en la vida, que no
admite agnosticismos ni indiferencias de ningún género.
Odio también a los indiferentes porque me produce repulsión
su plañir de eternos inocentes. Pido cuentas a cada uno de ellos de cómo ha
realizado la tarea que la vida le ha asignado y le asigna cotidianamente, de lo
que ha hecho y sobre todo de lo que no ha hecho. Y siento que puedo ser
inexorable, que no debo malgastar mi piedad, que no debo compartir con ellos
mis lagrimas. Soy partisano, vivo, siento en la conciencia la parte que me toca
impulsar de la actividad de la ciudad futura que los que están de mi lado se
hallan construyendo. Y en ella el mecanismo social no pesa sobre pocos, todas
las cosas que suceden no son debidas al acaso, a la fatalidad, sino que es obra
inteligente de los ciudadanos. No hay en ella nadie que se quede en la ventana
mirando como unos pocos se sacrifican, se desangran; y los que están en la
ventana, al acecho, quieren usufructuar del escaso beneficio que la actividad
de unos pocos obtiene y desfoga su decepción vituperando al sacrificado, al que
se ha desangrado por no cejar en su intento.
Vivo, soy partisano. Por eso odio a quien no toma partido,
odio a los indiferentes.
Antonio Gramsci; 11 de febrero 1917
Breve, brevísima, reseña (muy breve por cierto), mas bien una pildorita del
pensamiento de Gramsci, la cual nos puede ayudar a entender el por qué este
modelo instaurado en el país, el supuesto Socialismo del Siglo XXI, no es ni
nuevo, ni novedoso, además de ser un pastel muy mal preparado por los incultos
socialistas gobierneros.
Gramsci fue un opositor a la concepción fatalista y
positivista del marxismo, para la cual el capitalismo necesariamente estaba
destinado a caer, dando lugar a una sociedad socialista
Gramsci plantea su concepción del estado capitalista, que
según afirma, controla mediante la fuerza y el consentimiento y dice que el
estado no debe ser entendido en el sentido estrecho de gobierno, lo divide
entre la sociedad política (las instituciones políticas y el control legal
constitucional), y la sociedad civil, (comúnmente la esfera 'privada' o 'no
estatal', la cual incluye a la economía); pero aclara que la
división es meramente conceptual y que las dos pueden mezclarse en la práctica,
afirma que bajo el capitalismo moderno, la burguesía puede mantener su control
económico permitiendo que la esfera política satisfaga ciertas demandas de los
sindicatos y de los partidos políticos de masas de la sociedad civil. La
burguesía llevaría a cabo una revolución pasiva, iría más allá de sus intereses
económicos y permitiría que algunas formas de su hegemonía se vean alteradas, como
ejemplo de esto contempla movimientos como el reformismo y el fascismo, y
también la Administración Científica de Frederick Taylor
"QUÉ TAL..."